Treinta años no son lo que pensaba
Cumplir 30 años se siente como llegar a una frontera invisible. No hay una línea que te avise que ya cruzaste, pero el número pesa distinto. A los 30, se supone que uno ya debería tener una vida construida, o al menos encaminada. Estabilidad laboral, cierto orden emocional, metas claras, quizás una familia, un auto, una casa. Pero la realidad no siempre calza con el molde. Y está bien. Creo.
Hoy cumplo 30. Y no sé si me siento de 30. No sé siquiera cómo debería sentirse tener esta edad. A veces, ni siquiera me siento adulto del todo. Tal vez porque hay cosas que todavía no he alcanzado, como cierta estabilidad económica o laboral, o tal vez porque me sigo sintiendo como ese joven que todavía está buscando su lugar. Lo cierto es que hay algo extraño en este número redondo. No es miedo a envejecer, no exactamente. Es más bien una especie de conciencia más aguda del paso del tiempo. Una cercanía —todavía lejana, pero real— con la muerte. Antes me angustiaba más, ahora solo lo pienso en silencio, de vez en cuando.
No hice una lista de metas para los 30. Nunca fui de planear mi vida con fechas exactas. Aun así, miro hacia atrás y veo logros que me hacen sentir orgulloso. Me gradué de la universidad, trabajé en lugares que valoro, conocí personas que me marcaron. He tenido buenos momentos. Pero también arrastro esa sensación de que, quizá, debería haber logrado más. Esas presiones sociales que dicen que a cierta edad ya deberías “haber llegado”. ¿A dónde? No sé. Pero ahí están, como una voz en el fondo que insiste.
Mis veintes fueron una etapa de transformación. Aprendí muchas cosas, pero sobre todo, cambié mi forma de ver el mundo. Me volví más consciente de las injusticias sociales, más empático con las luchas ajenas, más comprometido con un ideal de futuro donde nadie oprima a nadie. También empecé a darle espacio a lo espiritual, no desde lo religioso —que antes ocupaba más espacio en mí— sino desde una búsqueda interior más libre. Hoy me interesa más el budismo que cualquier otra fe. Me ofrece calma, preguntas, caminos.
También cambié ideológicamente. Antes tenía ideas más conservadoras. Hoy me reconozco como alguien más de izquierda, más progresista. Dejé atrás creencias sobre los roles de género, sobre lo que “debe” ser un hombre. Ya no creo en esas rigideces. Me interesa una masculinidad distinta, más amable, más honesta. Y con los años también me he vuelto más tolerante, más abierto, más consciente.
Hoy, en medio de este cumpleaños, mis alumnos me sorprendieron con algunas palabras, pequeños detalles, gestos bonitos. No lo esperaba, y no lo necesitaba, pero me emocionó. Me recordó que he sembrado cosas buenas. Que, con todo y mis dudas, con todo y lo que me falta, he vivido una vida bonita. Y sí, claro que hay cosas que cambiaría. Pero también hay muchas por las que doy gracias.
Cumplir 30 no es llegar a una meta. Es seguir caminando, con más preguntas que certezas, pero con menos miedo. Es abrazar lo vivido y lo que falta por vivir. Es entender que la vida no tiene que parecerse a ningún molde. Que uno puede estar construyéndose todavía, y eso no es un error. Es parte del viaje.
Treinta años. Qué número tan redondo y, al mismo tiempo, tan raro. Pero es mío. Es hoy. Y aquí estoy.